Manuela «la Golondrina», la primera ventera del Guadalquivir

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Manuela Adam, «la Golondrina», fotografiada a la puerta de su venta hacia 1980 (foto familia González Ripoll)

 

 

Hoy, 15 de octubre, se celebra el Día Mundial de la Mujer Rural. Para la ocasión he querido traer aquí un texto que escribí en el 2012 para el libro La Sierra del Agua, 80 viejas historias de Cazorla y Segura, sobre Manuela «la Golondrina», una de las (80) historias de hombres, mujeres y aguas recuperadas del olvido (artículo original).

La primera vez que supe de Manuela fue a principios de los 80, hojeando el libro Narraciones de caza mayor en Cazorla, de Juan Luis González Ripoll. Entre sus amarillentas páginas se intercalaban otras con fotografías de personajes, entiendo que como homenaje del autor a sus anónimas vidas. De entre ellas, me llamó la atención la de una mujer con delantal (fotografía realizada junto a la venta de la Golondrina, a orillas del Guadalquivir). Pronto me contaron más cosas de aquella mujer, y me interesé por su vida, llena de dificultades, que supo vadear con valentía, inteligencia y buen corazón. Y ahí quedó la cosa, hasta que 32 años más tarde el destino (o la providencia, no el azar) me llevó hasta su venta para glosar su vida junto al agua, con motivo de la realización del libro citado al comienzo, que finalmente fue editado por la Universidad de Granada.

Cuando aparqué el todoterreno junto a la venta, la tarde-noche del 31 de enero de 2012, sabía que había fallecido unos años antes. Allí tomé unas almendras y unos vasos de vino con su hija mayor Josefa, que rememoró con lágrimas en los ojos cosas de su madre, al calor de una acogedora chimenea, que desde la mañana hacía ascuas de olivo. Días después busqué al jesuita José Gómez, quién en agosto de 1996 le hizo posiblemente la mejor entrevista conocida (Por entre las aguas del Guadalquivir, 1996), quién me completó y dio información de primera mano.

Con todo el material recogido quise rendir humilde tributo a una mujer valiente, una serrana que nació en plena sierra de Cazorla, concretamente en el cortijo del Zarzalar, en el lejano 1919. Manuela fue representante de una estirpe de mujeres, por las duras circunstancias de la vida que les tocó vivir en aquellas épocas, que se extinguió con el siglo pasado. Mujeres rurales que tuvieron un papel trascendental en la cohesión social y supervivencia de los grupos familiares que aguantaron aislados y desparramados por cuevas, chozas y cortijos, dentro de navas, montes y riscas. Sean pues, estas breves palabras que siguen un recuerdo a la vida de Manuela y un homenaje a todas aquellas mujeres rurales, que igual que ella (y en peores circunstancias muchas), vivieron en las sierras españolas hasta la masiva emigración a las ciudades de los años 60-70.

Desde luego, Manuela «la Golondrina» fue un ejemplo de mujer coraje. Tuvo cuatro hermanos, aunque el único varón quedó paralítico con un añico de edad. Fue la mayor y la única que al final se quedó a vivir en la Sierra. En 1942 levantó la que fuera la famosa venta de la Golondrina, junto al río Guadalquivir. Tuvo cuatro hijos, y demasiado pronto quedó viuda, gobernando en solitario y de forma ininterrumpida la venta durante 56 años. Era alegre, abierta, valiente y con un corazón muy grande para sus hijos. Servía a todo el mundo y todos la querían. Sus comidas caseras eran famosas en todo el entorno, el arroz caldoso a la lumbre, las gachasmigas, los andrajos, el puchero de garbanzos o las papas fritas con huevos. En 1995 le fue concedida la medalla de oro de la Asociación de Hostelería y Turismo de Jaén, como pionera del turismo rural y la gastronomía serrana.

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La venta de la Golondrina por los años 80 del siglo pasado, con Manuela en el centro (foto www.turismoencazorla.com)

 

 

Su vida ha sido reseñada en algunas ocasiones, y, como he dicho, uno de los documentos más extensos que se conservan de ella fue la entrevista que le realizó José Gómez, de la que he traído aquí algunos fragmentos (en cursiva), como recuerdo a su vida ligada al agua.

– El «royo» del Zarzalar o de los Membrillos fue mi «royo» de siempre, donde me lavaron el culo cuando nací…Allí crecí junto a la fuente del Zarzalar, en la Lancha de Roblaillo, y la cueva de las Pilas, donde nos bañábamos de niños, que el agua estaba como el granizo…Aquello era un paraíso…Tan blancas las ovejas por el lugar pastando y el agua del arroyo corriendo por entre ellas. Tan callada la luz del sol bañando aquellas peñas…Como este valle mío, en aquellos amaneceres, no creo que haya otro en todas estas sierras…

El novio era del cortijo. Desde pequeños nos tomamos cariño. Siempre estábamos viéndonos. Estaban las casas cerca…y cómo nos estábamos viendo a todas horas, pues yo que sé, nos tomamos cariño…Mi Pedro y yo nos queríamos mucho…Él sabía lo que yo era y yo lo que era él

– Al casarme, mi padre me dijo, «mira, bájate al río, y pon una casilla y un ventorrillo en ella. Todos los arrieros pasan por allí. Es un sitio que dicen van a echar una carretera y eso será bueno»

Un día (cuando estaban de obras en la venta) aparecieron dos marchantes de Torreperogil…les oía de vez en cuando decir uno al otro, “¿tú te das cuenta como se mueve esa mujer?”…Yo iba a lo mío, que era arrimar piedras y de paso darle vueltas a las migas…Cuando ya se iban me dijeron, “Manuela ¿cómo se va a llamar tu venta?” Digo, pues yo que sé cómo le vamos a poner…Seguí con mi tarea de arrimar piedras y cuando ya iban subiendo por la cuesta en busca del cortijo de Miguel Barba, de nuevo les oí que decían…»esta mujer es más valiente y más trabajadora que una golondrina, ¿por qué no le ponemos la venta de la Golondrina?»…

Al poco quedó viuda al cargo de cuatro hijos. Su Pedro, ese niño con el que jugaba de cría en el ruedo de los cortijos del Zarzalar, murió en Jaén, donde quisieron darle sepultura.

Difícil será en el mundo, pero a mi marido me lo llevo a mi casa, a mi terreno, a mi sierra para que eternamente viva conmigo junto a las aguas del Guadalquivir

– Dentro de unos años, ninguno de nosotros estará aquí…A veces me digo que lo mismo que yo sigo viva en mi tierra, respirando cada día el perfume que sube del río (es el Guadalquivir, compañero de juegos, sueños, luchas y amor silencioso de la niña que se ha hecho vieja a su vera), también deberían estar ellos…Seré yo una tonta, pero algunos días, cuando la tarde cae, se me descuaja el corazón y me entran ganas de llorar…

Manuela enfermó de Alzheimer a finales de los 90 y murió en el 2006. Desde entonces, descansa junto a su marido Pedro en Coto Ríos, eternamente unidos junto a las aguas del Guadalquivir, como siempre fue su deseo.

 

Esa zagala forma parte, como las rocas, las nubes, los árboles, las aguas, de la naturaleza y no de la historia

Miguel de Unamuno

 

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