La despedida fue dura. Había sacado el hato a la puerta del cortijo con lo más imprescindible. Allí se me abrazó mi madre, que llevaba una estampa del Sagrado Corazón apretada contra su pecho. La besó y me la dio diciendo, «tenla contigo y te ayudará». Por delante me quedaba una larga jornada hasta Caravaca de la Cruz, para tomar el autobús a Murcia y de allí a Barcelona. Un sobrino de mi padre que había emigrado años atrás, la avanzadilla de aquellos cortijos perdidos en la sierra de Segura murciana, tiraba de familia y vecinos. «Aquí hay tajo, en una fábrica cerca de Hospitalet de Llobregat necesitan aprendices con ganas de trabajar».
Los comienzos, lejos de mis queridas raíces, no dieron pie a añoranzas, nostalgias ni depresiones. Todo era demasiado nuevo, un continuo reto, un estar siempre alerta, un sin parar, un ansia por aprender, trabajar y ganar unos duros que llevar también a mis padres. Cargados en años, quedaron atrás, lejos (demasiado lejos), varados en la Sierra, esperando resignadamente el desenlace que a todos nos ha de llegar.
Llegaron los primeros dineros, la novia, el formar una familia, el progreso y el futuro. Todo fue marchando como un reloj suizo, que daba las horas, días y años demasiado deprisa. En lo económico y material las cosas me iba bien y en lo anímico, ya digo, no tuve en aquellos años hueco para demasiadas tristezas, ni nostalgias. En cuanto pude me metí en comprar un humilde piso (a plazos, naturalmente) en un barrio obrero de Hospitalet de Llobregat. Veía una tontería eso de tirar el dinero en algo que nunca sería mío, cuestión de cultura serrana, imagino. A la inmobiliaria no le extrañaron demasiado mis condiciones: «Mire, quiero un piso de plantas altas, con buena terraza para las macetas y orientado al levante y mediodía, aunque tenga que ceder en tamaño o calidades. Vistas ya sé que no tiene, pero necesito mucha luz, si no me muero».
Y así fue como cambié mi horizonte de montañas del cortijo familiar por una barrera de impersonales bloques, dentro de una ciudad que, para un serrano, parecía un inmenso hormiguero humano. El trabajo, la mujer (de la Sierra, emigrada igual que yo) y los críos fueron mi tabla de salvación. Resuelta la promoción laboral y el sustento económico, en cuanto los hijos arrancaron a volar me empezó a invadir, entonces sí, la gusanera de la nostalgia. Primero a los padres (ya fallecidos) y después al cortijo, a la Sierra y a la fuente. Empecé a echar de menos de forma enfermiza el perfil de las montañas de mi niñez, el aire cortante y frío que bajaba de la umbría, el olor a pinos, resina y espliego del verano, las macetas de mi madre y, muy especialmente, el sonido del agua del pilar, contemplando la luna de las noches de verano.
Los que hemos nacido en el monte tenemos muy afilado un instinto animal que nos defiende y protege. Y fue él quién me hizo comprender que tenía que salir por mí mismo del negro pozo sin recurrir a dañinas muletas para olvidar. Darle esquinazo cuanto antes a las telarañas que empezaban a oscurecer mi corazón y mi carácter. Fue entonces cuando mi mujer y yo decidimos que aquella terraza de macetas que daba a un trozo de cielo, donde tantas veces salí a airearme de los problemas de la fábrica y de la vida, necesitaba una profunda reforma para convertirse en nuestro último refugio. Lo primero que hicimos fue incorporarla al cuarto de estar, acristalándola a modo de pequeño invernadero con el fin de no restarle luz, pero si temperaturas extremas y ruidos. Allí juntamos las macetas (muchas), que daban vida a lirios, buganvillas, violetas, culantrillos, flores de Pascua, geranios, pothos…Bien aireadas, sobre la baranda exterior, quedaron las macetas de tomillo, mejorana, romero y espliego procedentes del cortijo familiar. Estas eran las que más me gustaban, cuando pasaba la mano por ellas, y cerraba los ojos, me trasladaban al monte que tanto añoraba. ¡Cuantas veces, salí de noche a contemplar la luna, a consolarme en sus olores y a que me dieran pistas del tiempo que se avecinaba!, cómo mi abuelo me había enseñado. Siempre fui un maniático y un sentimental con los pequeños detalles que pudieran recordarme mis raíces.
También hubo en esa terraza un clavo para la jaula de un colorín (jilguero) que cogí de un nido de nuestra noguera, un descendiente de aquellos que cantaban en sus altas copas, y que tanto complacían a mi abuelo y mi padre. Aunque su canto era música celestial, pura evocación para mí, tengo que decir que cuando murió le hice un entierro formal en un parque cercano y no quise reponerlo. No sé, con la edad, igual que me fue entrando la nostalgia, me invadió la pena de ver enjaulado a aquél pájaro que podría haber volado libre por la Sierra, como hubiera deseado para mí. Y en la pared del anexo cuarto de estar, detrás del televisor, fui a poner una foto panorámica del cortijo con las primeras luces de la mañana (siempre las luces), de esas que están metidas en un cajón que se ilumina por detrás, que parecía que estabas allí mismo.
Todo cuadraba y estaba bien, pero durante un tiempo noté que me faltaba algo. Un no se qué me removía las entrañas, y no acertaba a adivinar que era, hasta que un buen día la mujer me dijo: «Oye Salvador, y si ponemos junto a las macetas una fuentecilla de esas que echan agua con un motor». Sus palabras me sonaron como una bofetada, de esas que te dices, pero ¡cómo he sido tan imbécil! El remedio definitivo, el bálsamo más eficaz, el consuelo más dulce, el mejor tranquilizante de mi alma fue oír el caño de aquella fuente. Y ahí quería llegar, que eso era lo que deseaba contarle después de tantos rodeos, que sé que usted ha venido a verme para saber de esta historia.
Verá la que monté. Fui a un chino y compré una de las más grandes. Aquel invento funcionaba estupendamente, pero no terminaba de convencerme. Durante un largo y húmedo invierno estuve dándole vueltas a la cabeza y convine con mi mujer un plan. En el verano, cuando regresé al pueblo y al cortijo, me traje (¡a Barcelona!) un par de sacos de piedras bien canteadas del balate de la era, que imagino habían levantado mis antepasados con unas calizas tableadas arrancadas de los estratos del río. No quise, por supuesto, deshacer la mampostería de la fuente original, que era precisamente la que quería reproducir, que a su vez simulaba el nacimiento del agua de la piedra. Ya en nuestro piso de Cataluña, y durante un largo fin de semana, me apliqué en emparchar una de las paredes de la terraza, adaptando el mecanismo de la fuente de los chinos a la que despojé de todos sus horteras adornos. Y para rematar la faena, la hice funcionar con 8 litros de agua traídos también ex profeso de nuestro nacimiento. ¿Qué le parece?
Ahora, felizmente abuelo y ya jubilado, me paso las horas en una comodísima butaca de orejeras viendo álbumes, vídeos y leyendo libros de aquellas sierras de mi niñez, mientras que de fondo oigo caer el agua resbalando por las piedras. Pero oiga, eso no es todo, que yo soy muy enredador, y todos los años tengo que cambiar algo. Tengo un par de platillos en la terraza con algodones humedecidos con esencia de espliego, que yo mismo destilo en verano con un serpentín casero con planta procedente de la Sierra, que está desapareciendo desde que no se siega, pero eso daría para otro artículo de esos que a usted le gustan, de cosas viejas de la Sierra.
Ya ve, ese es el refugio de mi mujer y mío, mi consuelo de añoranzas serranas. A 1.000 kilómetros de distancia, metido en un bloque de pisos de Hospitalet de Llobregat (ciudad a la que estoy agradecido por todo lo que me ha dado, que conste), creo estar sentado bajo el parral del cortijo del Molino oyendo el agua resbalar por las piedras del pilar, en la sierra de Taibilla, en las estribaciones murcianas de la sierra de Segura.
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