Detalle de la fuente protagonista de este relato, una oquedad dentro de un travertino
Llegado este mes de diciembre, el mundo católico se llena de belenes, de todos los tipos y en los lugares más insospechados. No es solo en hogares y ciudades, es también en cualquier lugar de la Tierra. Se trata de una bella tradición adquirida de niños, que permanece grabada en lo más profundo de nosotros. Son muchas las personas que la mantienen, por supuesto los creyentes, pero también los que no lo son, porque el Belén (que representa la humilde venida a este mundo de un niño) posee una enorme fuerza simbólica. Es la esperanza por una nueva vida humana, es amor y servicio hacia el prójimo, y es ejemplo de sencillez. En definitiva, un mensaje universal que entronca con lo más profundo y noble de la condición humana.
Pues bien, este artículo viene a cuento de un belén que hace muchos años descubrí en una pequeña fuente, perdida en la ladera de un fragoso barranco de las montañas granadinas de la Almijara. Desde mi oteadero, había vislumbrado en la ladera de enfrente, entre pinos, romeros y aulagas (era una solana), lo que se me antojaba como un gradería de tobas calcáreas, que parecían además estar húmedas. Ya en el sitio, que no tenía acceso, solo desdibujadas trochas de bichos montunos, descubrí que por la piedra rezumaba un hilo de agua. Lo fui remontando hasta llegar a su punto de nacimiento, una pequeña oquedad, tapizada de musgo, donde: ¡oh, sorpresa!, alguien había instalado un belén. Caí entonces en la cuenta de que me hallaba ente un doble nacimiento, a las puertas de Nochebuena (corría el año de 1993). Hice fotos, tomé algunos datos de tan pobre manantial y me retiré del lugar sin dar mayor importancia al asunto. A fin de cuentas, belenes en el campo se ponen en muchos sitios, en cimas, cuevas, huecos de árboles, rajas de tajos, abrigos de pastores, cortijos, fuentes como esa, etc., etc. Una costumbre que mantienen, sobre todo, grupos de amigos, montañeros y senderistas, un ritual que muchas personas y grupos repiten cada Navidad.
Pasados los años, regresé al lugar un caluroso día de julio. Iba a otras cosas, pero quise comprobar, de paso, si aquellas aguas eran permanentes o tan sólo estacionales. Aunque el agua ya no rezumaba ladera abajo, me alegró comprobar que aún existía goteo en la oquedad del nacimiento, en el que, como era de suponer, ya no había belén alguno. No sé por qué, entonces me volvió a intrigar el asunto y, puesto que tenía un proyecto por la zona, durante las dos navidades posteriores volví allí esperando sorprender al belenista. Tengo que decir que nunca vi a nadie por los alrededores, si bien en ambas ocasiones encontré el belén instalado. El solitario barranco se me antojó entonces misteriosamente desierto, aunque siempre tuve la sensación de que era discretamente observado. Las elucubraciones empezaron a bailar desbocadamente por mi cabeza. No creía que fuera cosa de un grupo. Había prestado atención a los rastrajes, y nunca detecté pisadas, ni el más mínimo resto de presencia humana. Tampoco creo que se tratara de una persona joven, porque esa costumbre denota cierta madurez y amor por las tradiciones, acrecentadas con el paso de los años. Me inclino a pensar que se trataba de un solitario de avanzada edad en buena condición física, que quiso mantener su secreto, descubierto por mí, sin él saberlo (o eso pienso yo). Porque aquello fue realmente un descubrimiento absolutamente casual, que para darse necesitó, como siempre, de una especial conjunción espacio-temporal. La de haber pasado por aquél remoto nacimiento, sin aprovechamiento ni interés, justo en la quincena que el belén permanecía allí instalado cada año.
En años venideros me enredé con mil cosas, no volviendo a pisar aquél laberinto de hondos barrancos. Tras alguna tentativa de regresar de nuevo por Navidad, hace mucho tiempo que tomé la decisión de respetar aquél lugar íntimo y sagrado para alguien. Hoy día, lo más probable, por razón natural, es que ese buen hombre (o mujer) se fuera para siempre o quedara sin fuerzas para cumplir con el ritual. O, quién sabe, a lo mejor, sigue allí el belén todas las navidades, y motivos se me ocurren varios. En cualquier caso, prefiero mantener intactos mis recuerdos y las esperanzas de que en aquél barranco solitario y misterioso sigue viniendo simbólicamente al mundo todos los años el niño Jesús para desear Paz y Amor a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier religión y de ninguna, porque ese mensaje es universal, porque la bondad no sabe de creencias.
En uno de esos barrancos laberínticos y solitarios de la sierra de la Almijara se encuentra la fuente y el belén de este relato
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