Cataratas del Iguazú, Maravilla Natural del Mundo

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El Balcón del Diablo el día 10 de diciembre de 2010. Dieciséis millones de litros por segundo en 80 metros de caída libre

Sólo las vi una vez y muy posiblemente no vuelva a ellas nunca más (es un viaje demasiado largo), pero no las olvidaré jamás. Hoy 10 de diciembre de 2014 hace 4 años justos (a la entrada allí del verano austral).

La selva, las aguas, la Naturaleza en definitiva, tienen en ese remoto lugar del planeta unas dimensiones que no caben en la cabeza de un ribereño del semiárido Mediterráneo. En idioma guaraní, Iguazú se traduce como «Aguas Grandes». Fueron descubiertas para Occidente por Alvar Cabeza de Vaca y se sitúan en la frontera de lo que hoy es la provincia argentina de Misiones y la brasileña de Paraná, muy cerca también de la frontera con Paraguay. Tras la última votación, en noviembre de 2011, las cataratas del Iguazú ocupan el segundo lugar entre las siete Maravillas Naturales del Mundo. Antes, en 1984, ya habían sido declaradas por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad.

Llegué a ellas (junto a Tica, mi mujer) a través de la rica y enorme Argentina. De Buenos Aires volé con la compañía local LAN hasta Paraná, capital de la provincia de Entre Ríos, donde me esperaban Eduardo y Oscar, colegas y excelentes amigos de la universidad argentina. Aquello fue después de una época de fuertes aguaceros, que resultó ideal para ver los ríos y las cataratas en pleno apogeo. De esa manera, pude observar desde el aire, a lo largo de casi 500 km, el delta del río de la Plata, el río Uruguay y, sobre todo, el Paraná. Cientos de kilómetros cuadrados inundados en aquella ocasión de aguas altas, dando lugar a un verdadero mar interior de meandros, brazos y enormes caños de agua, un enjambre hídrico donde debe resultar muy fácil perderse. Un laberinto de agua poco conocido por los europeos y el turismo, que quizás pueda traer a este blog en otra ocasión.

Desde Santa Rosa proseguí camino hasta Puerto Iguazú, esta vez casi 1.000 km en vehículo (el regreso lo hice en avión directamente a Buenos Aires). Gracias a ello me empapé de las enormes planicies y suaves colinas de las provincias de Entre Ríos y de Corrientes, con caudalosos canales de agua que irrigaban extensas haciendas de arroz. Así, fui observando hacia el noreste la lenta transición de aquellas tierras de cultivo, pasto y sotobosques hacia el enorme mar forestal de la selva amazónica, en la provincia de Misiones. Y allí, junto al bronco rumor de las achocolatadas aguas del Paraná, pude visitar las ruinas de algunas misiones jesuíticas que dieron nombre a esta provincia. Sobrecoge ver lo que levantaron en el siglo XVII, en mitad de la selva, aquellos jesuitas valientes tan lejos de sus lugares de origen. Y la monumental labor, en convivencia con los guaraníes, que llevaron a cabo, bien documentada en libros y llevada al cine de forma magistral por la película La Misión (con su excepcional banda sonora).

Y por fin, una tarde diáfana y limpia (¡qué suerte tuve!) recalé en Puerto Iguazú. Tuve el tiempo justo para descender en barcaza el río Iguazú hasta más abajo de su confluencia con el Paraná. Recuerdo que las luces anaranjadas del atardecer bañaban las profundas corrientes entre bosques impenetrables, en cuyas minúsculas calvas veía elevarse perezosos jirones de humo procedentes de chozas y pequeños poblados indígenas, que aún seguían viviendo de la selva y del río.

Fue a la mañana siguiente, también soleada y despejada, cuando accedí a los circuitos y senderos turísticos de las cataratas. Un total de 275 saltos (al menos eso es lo que decía la propaganda) por donde se precipitaban enormes caudales de agua. Otro río, pero este de gente, me condujo al mirador de la Garganta del Diablo, el lugar más espectacular de las cataratas. Sitio emblemático, icono de las imágenes más vistas y conocidas del Iguazú (portada de este post). Una descomunal falla abierta entre Argentina y Brasil, por donde se desplomaba aquel día en caída libre de 80 metros un caudal próximo a ¡16.000 metros cúbicos por segundo!. Ensordecedor, turbador, descomunal, son adjetivos que se quedan muy cortos ante tanta energía y furor de la naturaleza. Un mirador único en el estricto sentido de la palabra, el segundo lugar elegido por los viajeros del mundo como «maravilla natural».

Y, cumpliendo con el ritual del buen turista, recorrí todos los senderos habilitados, tanto del lado argentino como del brasileño. Y también me embarqué en un gomón (enorme barcaza tipo zodiac) propulsado por potentes motores, que me dio la oportunidad de contemplar la grandiosidad del cataclismo de paredes y aguas desde la base, desde las mismas entrañas de las mayores cataratas de la selva amazónica. Me quedó, eso sí (me enteré después), visitar las cataratas en una noche de plenilunio para contemplar los numerosos arco iris que se forman a la luz de la luna. Bien pensado, podría ser una excusa para volver si pudiera combinar ese viaje con algún objetivo más. Porque, en general, no soy partidario de repetir lugares, habiendo tantos sitios que esperan su turno en la repleta agenda de viajes del agua pendientes.

En definitiva, un viaje inolvidable, un tiempo y un dinero excelentemente gastados, que sigo amortizando muchos años después en el recuerdo imborrable de aquella salvaje naturaleza.

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Un gomón a merced de las tumultuosas corrientes del río Iguazú, camino del brutal desfiladero de la Garganta del Diablo, abierto entre Brasil (a la izquierda) y Argentina (a la derecha)

 

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