Las lagunas de Sierra Nevada, las más meridionales y altas de Europa, son una de mis debilidades paisajísticas, a las que tantas veces he ido solo y con amigos. A ellas tengo dedicados dos libros, Lagunas de Sierra Nevada (2009) y Sierra Nevada, sus lagunas más bellas (2013). No sé, veo en ellas, no sólo la humilde y callada belleza de sus azules aguas, rodeadas de verdes praderas, sino también el sosiego, la paz, el oasis, el destino querido y reparador de cualquier transeúnte de esa alta montaña. En la inmensidad de lomas y valles de desnudas, oscuras y ardientes pizarras en el estío, se nos presentan de vez en cuando, escondidas en sus cubetas, como auténticos espejismos, como reliquias anacrónicas de un glaciarismo fósil. Antes que yo, muchos otros sintieron ese mismo flechazo. Ángel Casas fue uno de ellos, quién en su libro Estampas de Sierra Nevada (1943) hizo una descripción poética de esta montaña, de la que dejó prosas de gran lirismo hacia sus lagunas, como muestra de su predilección por esas joyas de la montaña.
¡Las lagunas!
Sepulcros de cristal de los glaciares cuaternarios.
Maravillas de la Sierra.
Encanto de los ojos
Pues bien, inicio este «coleccionable» sobre las lagunas más bellas de Sierra Nevada (el link abre un video sobre ellas realizado por mi hermano Andrés) con Laguna Hondera. Y qué mejor tarjeta de presentación para ella que una acuarela de Rocío Espín, con el encuadre que ella eligió personalmente para hacerme ese regalo tan especial, que ahora muestro por primera vez a través de este blog a lectores y amigos.
Laguna Hondera es la más baja (de ahí su nombre, y no por la profundidad de sus aguas) de la Cañada de Siete Lagunas, abierta en la cara sur del macizo, entre los colosos del Mulhacén (3.479 m, la máxima cota de la Península Ibérica) y la Alcazaba. Recuerdo que Siete Lagunas fue durante mi infancia un nombre mágico oído de vez en cuando a mis mayores, la evocación de un sitio fantástico de la alta montaña al que alguna vez en la vida había que ir. Con el paso del tiempo fui y la magia del lugar no me defraudó nunca. Allí me encontré un espacioso valle glaciar en el que se suceden en escalera hasta nueve láminas de agua (aunque siete son las principales, las que dan nombre al lugar). De diferentes tamaños y temporalidades, son modestas, pero muy altivas, como son las lagunas de Sierra Nevada. Nada que ver, por supuesto, con los grandes lagos alpinos o pirenaicos, bellísimos, majestuosos, señoriales.
Nuestra laguna se asienta en una plataforma de abrasión, colgada sobre el mismo borde del cortado de las Trancadas de Siete Lagunas y de Chorreras Negras, de donde sale el río de Culo Perro, afluente del alpujarreño río Trevélez. Grande, espaciosa, generosa en arroyos y nacimientos, esta laguna se adorna a su alrededor con una extensa y mullida alfombra verde. Son los borreguiles, praderas encharcadas que los del terreno llaman así porque en ellas se concentraban antiguamente las borregas a principios del verano (algo parecido al topónimo de los cervunales en los Alpes).
Muchas son las cosas que se podrían contar de esta laguna, de su entorno, de sus historias…. Pero quizás lo mejor sea visitarla en primavera o verano. Si se hace noche en ella, el amanecer será una oportunidad única, un regalo que no hay que desaprovechar. Con la alborada, el espejo de las aguas se va iluminando, aguas alegres que se funden en el horizonte con el abismo oscuro y tenebroso de profundos barrancos, aún sumidos en las tinieblas. Mientras, en la lejanía, entre vaporosas brumas, emerge el cálido Mediterráneo, que despierta como un enorme lago anaranjado bañado por los primeros rayos del sol. Aunque el día se presume calimoso y ardiente por los bajos, un frío severo y seco nos recuerda que rozamos los casi 3.000 metros de altitud.
«Amanecer en Laguna Hondera», acuarela de Rocío Espín
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